miércoles, 30 de enero de 2013

La importancia del cielo oscuro granadahoy.com

La contaminación lumínica no afecta solo a los astrónomos, sino también a los ecosistemas y a nuestra propia salud




Se dice que los árabes y los romanos empleaban las estrellas para determinar quién disponía de suficiente agudeza visual para ser arquero y quién, por el contrario, pasaba a integrar líneas de batalla con una mortalidad más elevada. En concreto se empleaba la estrella Mizar, que forma parte de la constelación de la Osa Mayor y que muestra una compañera algo más débil hacia el este, la estrella Alcor. Quien fuera capaz de observar ambas pasaba la prueba. Un dato -o leyenda, no queda muy claro en las fuentes- que hoy día puede parecer excéntrico (con lo fácil que es usar un panel con letras de distintos tamaños), pero que pone de manifiesto un hecho incontestable: ya no podemos ver las estrellas. Aunque la Osa Mayor es una de las constelaciones más brillantes, en las ciudades con altas tasas de contaminación lumínica no puede observarse. Tanto Alcor como Mizar desaparecen, al igual que la propia Vía Láctea: en 2001 se publicaba el primer Atlas mundial de luminosidad nocturna artificial, según el que la mitad de los europeos y dos tercios de los norteamericanos ya no pueden contemplarla. 

Algunos podrán pensar que la contaminación lumínica, derivada de un exceso de iluminación nocturna o de una iluminación incorrecta (¿por qué algunas farolas iluminan hacia arriba?), constituye un problema que solo atañe a los astrónomos y que puede solucionarse con unas buenas persianas, pero se equivocan. Por un lado, produce un terrible derroche de energía en una época de recursos cada vez más escasos. Pongámoslo en dinero, una magnitud que no deja indiferente a casi nadie: la Asociación Internacional para los Cielos Oscuros (International Dark-Sky Association) estima que cada año se gastan dos mil doscientos millones de dólares en iluminación redundante, lo que supone 3,6 millones de toneladas de carbón o 12,9 millones de barriles de petróleo. Si necesitamos porcentajes, aquí va uno: se calcula que aproximadamente el 30% de la iluminación artificial empleada en Estados Unidos constituye un gasto inútil. 

Pero, además del derroche, existe otro factor de deterioro producto de la contaminación lumínica que apenas empieza a conocerse: su efecto sobre los ecosistemas y sobre nuestra propia salud. Se calcula que un 63% de la población mundial y un 99% de la población de Europa y Estados Unidos (excluyendo Alaska y Hawaii) vive en áreas donde, según la escala elaborada por la Unión Astronómica Internacional, la contaminación lumínica es un hecho 'oficial', es decir, donde la noche es un 10% más brillante que la luminosidad natural del cielo por encima de los 45 grados. Ahora, ¿en qué momento se convierte el exceso de luz en un problema para la salud? 

¿Tocino y velocidad? 

Aunque la relación entre las farolas y la enfermedad parezca equivalente a la del tocino y la velocidad, existen evidencias cada vez más robustas que enlazan contaminación lumínica y salud. Nuestra vida ha sido orquestada para aprovechar los ciclos terrestres, donde los principales compases proceden de los ritmos del día y la noche o del paso de las estaciones. Y nuestro cuerpo está dotado de relojes que nos permiten anticiparnos ventajosamente a los cambios periódicos, como el reloj circadiano, que mide intervalos de veinticuatro horas y gobierna los ritmos bioquímicos y fisiológicos. La relación entre los relojes de la vida y el envejecimiento es doble, ya que no solo envejecen nuestros ritmos biológicos, sino que ocurre también al revés: las alteraciones de los ritmos circadianos, mantenidas durante largo tiempo, producen un envejecimiento acelerado y se han relacionado con numerosos problemas de salud, entre los que se incluyen la depresión, el insomnio, las enfermedades cardiovasculares e incluso el cáncer.

Así, aunque la luz artificial nocturna no sea la causa directa de una enfermedad concreta, sí puede hallarse en su origen: "Esta asociación no demuestra que la luz artificial cause el problema, pero los estudios de laboratorio muestran que la exposición a la luz durante la noche puede alterar el ritmo circadiano y la fisiología neuroendocrina, y por lo tanto acelerar el crecimiento de un tumor", dice George Brainard, profesor de neurología del Jefferson Medical College. Por ejemplo, se han realizado estudios que asocian el cáncer de mama con profesiones que implican turnos nocturnos, como la de enfermería, y algunas investigaciones señalan significativas correlaciones estadísticas entre la incidencia de esta enfermedad y la cantidad de luz artificial nocturna existente en su zona residencial. 

Animales insomnes 

Aunque los estudios que atribuyen a la contaminación lumínica el desarrollo de ciertas enfermedades en humanos aún resultan escasos, en el mundo animal existen ejemplos dramáticos que muestran los perjuicios de vivir en un mundo sin noche. Los animales han establecido un reloj que sincroniza sus actividades con las de su ecosistema y que viene regido por los ciclos de día y noche: salen a cazar cuando sus presas son vulnerables y se esconden y duermen cuando sus depredadores están en activo. Para algunos animales, vivir en un entorno donde no oscurece nunca equivale a no disponer de reloj biológico, lo que los condena a buscar pareja para reproducirse cuando no toca, ser devorados o morir de hambre. 

El ritmo circadiano no solo afecta a la organización de tareas, sino que también controla el uso de la energía en muchas especies a través de la regulación de la temperatura. Los pájaros, por ejemplo, experimentan un descenso de su temperatura corporal durante la noche como método de ahorro de energía, y en el caso de las especies más pequeñas, como las golondrinas o los colibríes, el descenso es tan pronunciado que raya la hipotermia (mantienen la temperatura justa para seguir con vida, lo que se conoce como torpor). En estas especies la existencia constante de luz puede obligarles a mantener su temperatura corporal alta en todo momento, lo que puede derivar rápidamente en un balance de energía negativo y conducirlas a la muerte por inanición. 

El exceso de iluminación nocturna se ha revelado como un problema serio para las aves, también cuando vuelan. Las luces pueden desorientarlas hasta hacer que mueran exhaustas, pero en una cantidad que, como mínimo, debería levantar alarmas. El pasado año se publicaba un estudio que contabilizaba por primera vez el daño que las luces de las torres de comunicación producen en la población de aves, sobre todo migratorias, y se obtuvo una cifra de 6,8 millones de aves muertas anualmente. Los investigadores señalaban que esta cantidad es veintisiete veces superior a la que ocasionó el derrame de crudo del Exxon Valdez ocurrido en Alaska en 1989, un hito en los desastres ambientales y que mató alrededor de 250.000 aves. 

También las tortugas sufren la contaminación lumínica, en ocasiones con consecuencias fatales: cuando las crías salen a la superficie desde sus nidos bajo la arena de las playas buscan un horizonte brillante hacia el que dirigirse. En condiciones normales, durante la noche ese horizonte será el mar, pero si una urbanización en la playa tiene las luces encendidas las tortugas errarán el camino y terminarán en las garras de sus depredadores o muriendo por no alcanzar el agua. 

Muchas especies animales se hallan expuestas al peligro que supone la tendencia del ser humano a convertir la noche en día, pero se han documentado efectos nocivos del exceso de iluminación incluso en especies vegetales. En el año 2000 se publicaba un artículo sobre un tipo de plancton que, en condiciones naturales, se halla en las zonas profundas durante el día pero emerge hacia la superficie al abrigo de la noche para aprovisionarse de algas. La iluminación de las carreteras y viviendas cercanas desalienta a estos pequeños organismos a subir a la superficie, donde pueden detectarlos sus depredadores, lo que podría suponer una explosión de la población de algas y alterar la cadena alimentaria del lago. 

Previsiones y soluciones 

Si el ritmo actual de aumento de la contaminación lumínica continúa (entre un 5 y un 10% anual), se estima que para el año 2025 los cielos oscuros se habrán extinguido por completo en la parte continental de Estados Unidos. Y es que aunque existan zonas no iluminadas, como los parques naturales, estas también pueden contaminarse debido a un fenómeno que se conoce como skyglow, producto de la luz reflejada por la humedad y el polvo en suspensión, que puede iluminar zonas a grandes distancias -por ejemplo, la cúpula brillante de Las Vegas afecta a unos diez parques naturales, entre ellos el del Gran Cañón, que se halla a 240 kilómetros de distancia. 

La buena noticia es que, a diferencia de otros tipos de contaminación, se trata de un problema que presenta fácil solución. Existen ejemplos diáfanos de un uso adecuado de la iluminación nocturna, como el de Flagstaff, en Arizona, que introdujo la primera ordenanza para la iluminación en 1958 y donde, a día de hoy, sus 60.000 habitantes pueden disfrutar de la observación a simple vista de la Vía Láctea desde el porche de sus casas. También existen iniciativas como el programa Lights Out desarrollado en la ciudad de Chicago y que ha conseguido que cada vez más rascacielos apaguen las luces innecesarias en épocas de migración lo que, según el Chicago´s Field Museum, ha salvado más de diez mil aves migratorias.

El cielo oscuro forma parte de nuestra herencia cultural y su pérdida, además de nociva para nuestra salud, sería una verdadera lástima. Algo que, en cierto modo, ya está ocurriendo: cuando, en 1994, un terremoto produjo un apagón en Los Ángeles, los servicios de emergencia y los observatorios recibieron cientos de llamadas de gente preguntando si la repentina aparición de las estrellas y de una "nube plateada" (¡la Vía Láctea!) había provocado el terremoto. Según el director del observatorio Griffith de Los Ángeles, algunos de los inquietos ciudadanos se resistían a creer que esa era la apariencia "normal" del cielo.

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