sábado, 25 de febrero de 2017

Después de los seis años el Huffington Post

 
Madre. Escritora. Adicta al café

Después de acostar a mi hijo de siete años, después de que el ruido del día se convierta en silencio y mis pensamientos sean el sonido más audible de la habitación, después de tirarme en el sofá tras otro día de vertiginosa maternidad, un leve dolor empieza a formarse en mi pecho. Se apodera de mi aliento y me comprime el corazón hasta que la única opción que me queda es centrarme y reconocer la velocidad a la que pasa el tiempo.
En un instante me embarga el pánico y mi mente se dispersa a medida que intento recordar la última vez que miré a mi hijo a los ojos, la última vez que lo cogí en brazos, la última vez que me necesitó de verdad. Va creciendo por momentos y se está convirtiendo en la persona que será el día de mañana más rápido de lo que jamás creí posible.
Ese bebé cuya supervivencia dependía de mí ha desaparecido. Ese pequeño que me miraba constantemente buscando ayuda y aprobación ha desaparecido. Ahora es un niño de siete años con una seguridad inquebrantable en sus decisiones, con pensamientos independientes de los míos y un profundo deseo de independencia. En cierto modo, tengo la sensación de que se ha producido una metamorfosis de la noche a la mañana. Pero el tiempo que ha pasado dice otra cosa. Hemos pasado los últimos siete años construyendo el presente. Pero no sabía que llegaría tan rápido. No sabía que con siete años ya estaría cogiendo carrerilla para lo que le espera al otro lado de mis cuatro paredes.
Recuerdo lo que ahora me parece un pasado distante, en el que mi niño y yo nos encontrábamos sumidos en un fuego cruzado de lactancia, cambios de pañal y entrenamiento del sueño; por aquel entonces, me daba la sensación de que el tiempo se estiraba hasta convertirse en lo que pareció ser un periodo infinito. Durante esos primeros años de madre primeriza, la vida es un borrón de hitos por los que pasas sin ser consciente de lo significativo y preciado que es el tiempo que se te escapa entre los agotados dedos. Básicamente, te dedicas a sobrevivir. A consumir cantidades ingentes de cafeína para conseguir ver a través de la niebla. Durante esa fase, eres físicamente incapaz de imaginarte lo rápido que progresaréis tu hijo y tú y la velocidad con la que pasarás de una etapa de la vida a otra, sin parar apenas para respirar. Nadie te avisa de que un día irás a mirar a tu bebé y habrá desaparecido.
Aunque mi corazón me diga lo contrario cada vez que le veo dar un paso más hacia el mundo exterior, me dan ganas de gritarle: "Eh, ¿a dónde vas? Eres mío".
Lo cierto es que mi hijo, mi primogénito, no nació para ser mío para siempre. Aunque mi corazón me diga lo contrario cada vez que le veo dar un paso más hacia el mundo exterior. Me dan ganas de gritarle: "Eh, ¿a dónde vas? Eres mío". Pero lo que tiene que hacer es seguir adelante y marcar sus propios hitos. Igual que no podía quedarse en el útero para siempre, no se quedará en casa para siempre. Estará aquí el tiempo suficiente como para ganar seguridad y madurez y después pasará a la siguiente fase.
Cuando cumplió siete años, esta epifanía salió de la nada y me cayó encima como un jarro de agua fría. Me dejó aturdida. Como si me hubiera quedado sin aliento. Evidentemente, siempre había sido así, era algo que iba a pasar. Las estaciones terminan, el tiempo pasa en silencio, minuto a minuto, e, inevitablemente, los niños crecen. Lo sé. Pero no se me había pasado por la cabeza hasta que cumplió siete años. Supongo que antes no estaba prestando atención. Y ahora aquí estamos.
Hago un esfuerzo consciente por centrarme más en el presente. Siento el peso de su cuerpo en crecimiento cuando se me sube encima para darme un abrazo, los besos torpes pero cariñosos que sigue dándome, aunque, por supuesto, solo a la hora de irse a la cama. Veo que cada día le va cambiando la cara y que va dejando de ser mi niño pequeño para convertirse en un chico grande y maduro.
He intentado darle al botón de pausa muchas veces para reflexionar conscientemente sobre los siete años de abrazos, besos y amor que hemos compartido. Y aunque el dolor que siento por perder a mi bebé no disminuye inmediatamente, poco a poco se convierte en gratitud por los momentos que hemos vivido. Al final, recupero el aliento porque mi hijo sigue estando en un lugar seguro donde puedo verlo y contemplarlo un rato más antes de que llegue de repente la siguiente fase.

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