jueves, 9 de marzo de 2017

Desinversión fósil: ¿un camino para luchar contra el cambio climático? elhuffingtompost


Samuel Martín-SosaResponsable de Internacional en Ecologistas en Acción

GETTY IMAGES
Desde hace unos años se habla intensamente de una iniciativa que sigue cobrando fuerza a medida que pasa el tiempo y que es planteada por muchos como una herramienta eficaz de lucha contra el cambio climático: la desinversión fósil. Se trata de un movimiento iniciado a comienzos de esta década en EEUU y que persigue convencer a los inversores financieros para que retiren sus activos de aquellas compañías energéticas dedicadas a la extracción de gas, petróleo y carbón.
La Agencia Internacional de la Energía ya avanzó en su informe de 2012 que, para cumplir los compromisos climáticos, al menos dos terceras partes de las reservas fósiles tendrían que quedarse bajo tierra. Investigaciones posteriores en 2015 afinaron el reparto: para no superar el aumento de 2ºC a final de siglo, debía dejarse el 80% del carbón, la mitad del gas y una tercera parte del petróleo sin extraer. Recordemos que el objetivo deseable reflejado en el Acuerdo de París es 1,5ºC.
La lógica tras el movimiento de desinversión es sencilla: si las empresas energéticas necesitan capital para extraer esos recursos, cortémosles el flujo de dinero para que no puedan afrontar estas operaciones. Si ciudadanos particulares, instituciones, fundaciones, aseguradoras o empresas vendieran aquellas acciones, bonos o activos que tengan en fondos de inversión y bancos que invierten en combustibles fósiles y reorientaran estas inversiones hacia actividades bajas en carbono (como las energías renovables), podríamos evitar todas las emisiones de carbono que esas reservas sin extraer ya no producirían.
Ha habido otros casos de movimientos de desinversión relativamente exitosos en el pasado, siempre originados en EEUU. Habitualmente se pone el ejemplo de Sudáfrica y el régimen del apartheid en los años 80. En aquel entonces, un movimiento en favor de la desinversión compuesto por universidades, gobiernos estatales y regionales sacaron el dinero de empresas multinacionales que hicieran negocios con Sudáfrica como rechazo a su régimen de violación de los derechos humanos. Esto logró además un fenómeno de realimentación, al visibilizar socialmente más el régimen. Al final de la década de los 80, había en torno a 150 instituciones académicas que habían desinvertido. Movimientos de desinversión con mayor o menor alcance se han dado también en torno a las industrias del tabaco, el alcohol o el armamento. Pero tampoco existen datos objetivos que permitan concluir que hayan sido muy efectivas.
Sin embargo, lo cierto es que ninguna campaña de desinversión ha experimentado un crecimiento tan vertiginoso en tan poco tiempo como la que nos ocupa. Comenzó en algunos campus americanos, pero pronto dio el salto a universidades de otros lugares del mundo, ayuntamientos, fondos de pensiones... En el camino previo a la cumbre del clima de París, se popularizó enormemente de la mano de la campaña Go Fossil Free, impulsada por la organización de Bill McKibben, 350.org. Entre las entidades que han desinvertido hasta la fecha, cabe destacar universidades como las de Oxford o Standford, ciudades importantes como Oslo, Sidney o Berlín, fundaciones como la fundación Rockefeller –que precisamente construyó su fortuna sobre el petróleo–, o el Fondo Soberano Noruego, uno de los mayores fondos de pensiones del mundo; también han desinvertido algunas empresas como el periódico británico The Guardian, la empresa de seguros AXA y hasta algunos bancos de banca ética. En total, actualmente ya hay casi 700 instituciones y en torno a 58.000 personas individuales representando compromisos de desinversión de activos por un valor de 5,5 billones de dólares en todo el mundo.
El reciente anuncio de que el Parlamento irlandés ha votado a favor de una ley para que el país desinvierta de todos los activos de carbón, gas y petróleo del Fondo de Inversión Estratégica de Irlanda suponen una nueva vuelta de tuerca en la escalada por la desinversión.
Un mundo sin combustibles fósiles no es solo un mundo con unas fuentes de energía limpias. Es un mundo radicalmente diferente al que conocemos hoy, donde el crecimiento no se podrá dar.
Razones para la desinversión
Aunque resulte una perogrullada, en primera instancia, las razones para desinvertir en combustibles fósiles son de imperativo moral; dañar el clima está mal. Por lo tanto, también está mal beneficiarse de ese daño. Por supuesto, también son razones políticas: el Acuerdo de Paris fue firmado por 195 países del mundo y la desinversión fósil está en línea con el objetivo político acordado.
Pero además existen razones financieras para la desinversión. La imposibilidad de explotar la mayoría de reservas fósiles que deriva –o debiera derivar– del espíritu del Acuerdo de París hace que muchos de esos activos financieros no tengan un potencial real de viabilidad (stranded assets) y, por tanto, no reflejen de forma fiel su valor real de mercado. Podemos convenir que seguir invirtiendo en unas reservas que no se van a poder extraer y quemar es un riesgo financiero. Estaríamos especulando con unos activos que nunca van a poder transformarse en un valor real en la economía productiva, aunque a día de hoy sigan generando ganancias en una burbuja financiera: la burbuja de carbono. Un estudio del banco HSBC sugiere que la valoración de las acciones de compañías como Shell o BP podría reducirse un 40-60% en un escenario regulatorio de bajas emisiones. Hay voces que opinan que una mayor regulación y supervisión de los mercados que garanticen la introducción de señales adecuadas aceleraría la desinversión fósil, desinflando la burbuja y evitando su pinchazo.
Es más, mirando la otra cara de la moneda existen todavía más razones financieras que aconsejarían huir de los combustibles fósiles: las pérdidas originadas directamente por los efectos del cambio climático en el caso de no actuar. Un estudio de 2016 cifra en hasta 21 billones de euros la factura del cambio climático para 2100 en pérdidas de activos financieros globales, considerando un calentamiento de 2,5ºC. Esta cifra representa un nada desdeñable 17% del total, que probablemente tendría un efecto impredecible en la economía mundial.
¿Qué potencial real tiene este movimiento?
Es pronto para saber qué alcance real tendrá la campaña a favor de la desinversión fósil. Algunos analistas económicos la consideran errada e ingenua. Aseguran que la cantidad real de dinero que se desinvertirá será pequeño y que no tendrá un efecto significativo sobre las empresas energéticas. Su argumento es que siempre habrá inversores sin escrúpulos dispuestos a recomprar las acciones de las que se hayan desprendido los inversores concienciados y a revenderlas a buen precio. Puede que estén en lo cierto. De hecho, cuando se ha investigado en detalle las consecuencias que la campaña de desinversión en Sudáfrica tuvo sobre el valor de las acciones no se ha podido identificar ningún efecto discernible en el valor de mercado que tuviera su origen en las presiones políticas.
Hay, además, otras razones sistémicas, radicales y de mayor calado para dudar de las posibilidades de la desinversión fósil: estos combustibles son fundamentales para la acumulación del capital. Como afirma Larry Lohman, investigador de The Corner House, los combustibles fósiles permiten mover las mercancías, extraer los recursos y disciplinar el trabajo. Que el sistema económico renuncie a ellos sería como si se suicidara. La economía financiera está atravesada por y existe gracias a los combustibles fósiles: el capitalismo se basa en la acumulación y el crecimiento. El crecimiento necesita de energía abundante y barata. Esta energía ha sido proporcionada hasta ahora por los combustibles fósiles, y muy particularmente por el petróleo, que es una forma de energía con alta rentabilidad energética (aunque cada vez menos), alta densidad, independiente de los ciclos naturales y versátil, al ser fácilmente almacenable, transformable y transportable. No hay fuente energética que cumpla todos estos requisitos y que además tenga un bajo impacto ambiental. El futuro será renovable, sí. Pero también se caracterizará por una disponibilidad energética muchísimo menor a la actual.
Por tanto un mundo sin combustibles fósiles no es solo un mundo con unas fuentes de energía limpias. Es un mundo radicalmente diferente al que conocemos hoy, donde el crecimiento no se podrá dar. Aceptada esta premisa, está claro que las grandes empresas, los grandes inversores, los grandes bancos, etc. no encuentran ningún aliciente para desinvertir de los combustibles fósiles. Hacerlo sería desenchufar el tubo de oxígeno que aún les mantiene vivos.
Sin embargo, esto no convierte en inútil a la campaña por la desinversión. Su valor estigmatizador y su potencial de movilización es importante. Que quizás su efectividad práctica no sea tan grande no le resta un innegable valor simbólico. Y en estos tiempos que corren, estamos muy necesitados de símbolos que movilicen a la sociedad. La campaña por la desinversión pone el dedo acusador sobre los culpables, los contaminadores. Los saca a escena. Un año después de la firma del Acuerdo de París, los directivos de las empresas energéticas reunidos en el Congreso Mundial de la Energía en Estambul en octubre de 2016 clamaban por la necesidad de seguir aumentando la producción de gas y petróleo, en un mensaje que chocaba frontalmente con el mandato oficial del París. Pero este tipo de encuentros de las empresas, donde se cocinan los verdaderos planes, pasan desapercibidos al grueso de la sociedad. Por eso es fundamental exponerlos públicamente.

Como hemos visto, no es esperable que las empresas vayan desinvertir por una cuestión de responsabilidad social. Pero la presión social sobre estos actores puede ayudar a que las tensiones inherentes al modelo económico basado en los combustibles fósiles se aborden y se pongan sobre la mesa. Y quizás ahí esté el potencial real de la campaña: en forzar el debate social sobre qué va a significar vivir en una sociedad sin combustibles fósiles, en una sociedad con energía útil escasa y decreciente.

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