miércoles, 4 de octubre de 2017

Democracia: la apariencia de lo justo o cómo engañar a un pueblo para destruir España elhuffingtonpost

EFE
Partiendo de los sentimientos y las creencias confrontadas que han proliferado entre todos los bandos y facciones, tanto de quienes han realizado críticas de diverso alcance a los independentistas y a los defensores del referéndum ilegal en Cataluña, como las que estos últimos han expresado en rechazo a la acciones del Estado para garantizar la unidad de España e impedir la autodeterminación del pueblo catalán, si hay algo evidente de lo que ha aflorado desde la mentalidad de la civilización moderna que hemos construido y que nos hemos dado para gobernarnos, es que la idea misma de democracia se ha convertido en un signo de realización que bascula entre el todo y la nada. Entre la ausencia y la plenitud. El caos opuesto al orden. La naturaleza y la razón opuestas al mal y la negatividad.
La democracia, como palabra, enunciado, símbolo, representación gramática y práctica social, ha alcanzado una genuina equivalencia con la idea de justicia y la percepción casi inmutable de que es el instrumento imprescindible con el que hacer el bien. Pero esta es una premisa en la que, tras su apariencia, resuena la ingenuidad propia de otros tiempos de quienes pensaban que si Dios estaba a su lado como aliado, su voluntad (que en consecuencia coincidía con la creencia de hacer lo correcto) necesariamente prevalecería. En el caso que nos atañe, la competencia religiosa por ser el merecedor de la gracia divina ha sido extrapolada a un curioso concurso de méritos para ver quién enarbola la bandera de la democracia de la forma más pura, evidenciando que "los demás" han de quedar inmediatamente retratados como distorsiones autoritarias a las que se niega cualquier atributo humano.
La democracia es el gobierno del pueblo (o de los pobres, tal y como concedía Aristóteles). Es un hecho histórico que el sistema democrático moderno, consentido y moldeado por los intereses de las élites de la burguesía liberal y generalmente tensionado por las demandas de las clases trabajadoras, en la práctica ha logrado demostrar a lo largo del tiempo la consecución de más beneficios cuantitativos que desventajas con respecto a otras formas políticas que han sido experimentadas. Sin embargo, hay un error de interpretación, que es el que pretendo exponer, que radica en la concepción de que ciertos elementos de mejora social, progreso económico y emancipación ante situaciones de injusticia y explotación son rasgos inherentes a la propia idea de democracia.
Lo que ocurre en realidad es que la igualdad, la libertad, los derechos civiles, la tolerancia, el Estado de derecho, la integración y la resolución pacífica de conflictos no son procesos absolutos que pertenezcan en exclusividad a la propia esencia democrática (aunque algunos de estos, como la igualdad y la libertad, sí que han estado presentes dentro de sus límites y aspiraciones desde la Antigüedad). Como señala la politóloga de la Universidad de California Wendy Brown, la mayor parte de esos aspectos podrían promulgarse en otras formas o regímenes que no fueran democráticos del mismo modo en que podemos retratar la desigualdad extrema, la vigilancia, la limitación de derechos, la intolerancia, la discriminación por raza, género o cuestión religiosa, la guerra o el colonialismo como constantes o variables severas en los países con sistemas democráticos vigentes.
Tales contradicciones siempre han abierto las posibilidades para que hayan surgido perspectivas o variantes sobre qué debe ser considerado una democracia verdadera o genuina, a la vez que se han ido etiquetando otras versiones como falsas, corruptas o deslegitimadas. En este contexto, resulta problemático argumentar que un verdadero modelo democrático pueda ser aquel que acepta implícitamente las desigualdades y las exclusiones, de modo que las asimetrías y las disfuncionalidades que van apareciendo sean recibidas como naturales, fruto de la confrontación entre conceptos cuya teoría diverge en la praxis: la libertad individual frente a la igualdad de todos ante la ley, el derecho a expresarse libremente frente al derecho de los individuos a ser respetados, etcétera.
El conflicto entre Cataluña y España puede analizarse trayendo a colación el concepto griego de 'stásis', que implicaba la toma de posición radical de un grupo (generalmente amplio) frente al statu quo.
Pero lo más paradójico de esta inercia sobre la visión de cómo debe ser el mundo para el hombre en sociedad ha sido que el pensamiento democrático hegemónico durante los últimos tres siglos ha sacralizado, en forma de abstracciones, un conjunto de ideas y las ha elevado al rango de asunciones universales. A mi modo de ver, se ha creado un Suplemento a lo Rousseau de la idea principal, de modo que las imperfecciones que se suscitan en la práctica se espera que sean corregidas por el contenido de lo ideal, surgiendo así la aspiración de que el propio devenir de la realidad permitirá superar la falta de transposición de los ideales al mundo real. He ahí el germen del espíritu de emancipación que luego ha movilizado a los partidos de nueva creación y a los movimientos sociales. Podríamos acordar que el mito de la democracia en los países occidentales, además de facilitar en cierto modo el engaño (al expresar ideales que sólo en parte pueden transponerse al mundo material), también posibilita el fervor utópico y la esperanza por transformar el estado de las cosas.
A estas alturas, el conflicto entre Cataluña y España puede analizarse trayendo a colación el concepto griego de stásis. La stásis en la Atenas del siglo V a. C implicaba la toma de posición radical de un grupo (generalmente amplio) frente al statu quo, y venía a representar la fase previa a la bellum civile (el estallido práctico de la guerra civil). La stásis representaba un profundo conflicto político con un dimensionamiento constitucional, según el cual una parte considerable de la población de una ciudad griega dejaba de admitir el marco de derecho con el que el gobierno de la otra parte de la ciudad regulaba la convivencia colectiva.
Con una sorprendente anticipación a las teorías que muchos siglos después desarrollarían los pensadores marxistas, Aristóteles concluyó que la stásis no era más que un disfraz que escondía una crisis derivada de la situación socioeconómica. "La pobreza es la que produce la stásis" llega a decir en el libro V de su Política. Reducía a los bandos enfrentados a una diferencia entre los que tenían los medios (eúporoi) y los que carecían de ellos (áporoi).
Esta división tan simple como afilada puede no ser satisfactoria para la complejidad de nuestros días (aunque tampoco es descabellada cuando observamos a ciudadanos catalanes de clase trabajadora, y especialmente del medio rural, reconocer familiarmente argumentos típicamente emancipadores pero acuñados utilitaristamente por la burguesía nacionalista de las grandes ciudades o por los nuevos partidos que atrapan el descontento social), pero hay un detalle curioso en la exposición del filósofo griego, del que se hace eco la historiadora francesa Nicole Loraux, que tiene que ver con las disposiciones mentales y el estado de ánimo que funda y hace evolucionar los conflictos hasta su estallido final. Este factor debemos considerarlo determinante para que a su vez se produzca un proceso singular en el que la causa de cada uno de los bandos adquiere una lógica basada en la percepción de injusticia, dejando en un segundo plano la búsqueda pragmática de una solución que asegure la igualdad (que concibo como un equivalente de justicia). Así, Aristóteles resume nuestro presente del siguiente modo:
"Debido a que surgen sediciones y enfrentamientos entre el pueblo y los ricos, cualquiera que sea el grupo que consiga imponerse sobre los adversarios no establecerá una constitución común ni basada en la igualdad, sino que considerará como precio de su victoria su predominio sobre la constitución de la ciudad, instaurando unos una democracia y otros una oligarquía".
Haciendo el salto historicista que se necesita para que un comentario como este encaje en la actualidad, a mi parecer la conclusión termina por ser similar: en Cataluña asistimos simple y llanamente a una lucha por el control del Estado. Y se trata de un combate político por hacerse con el control no solamente del estado catalán sino también del español (esta matización es lo que diferenciaba stásis, como un proceso complejo de naturaleza política, de epanástasis, el término utilizado para reflejar una sublevación visceral y directa de los pobres contra los poderosos, y que generalmente no desembocaba en una inversión en el reparto de poder que se mantuviera a largo plazo). Todos los demás elementos que se manejan en el conflicto catalán por los aparatos de propaganda independentista son subterfugios para reforzar el uso de un mito y que este mismo sea experimentado por el pueblo (demos) en la vida real como si fuera un conocimiento verdadero, sin que se ponga en valor ningún procedimiento de verificación o imparcialidad, solo enfatizando los sentimientos y las emociones.
La identificación de la democracia con la justicia no es simplemente una práctica ontológica defendida por la mayoría de los teóricos políticos, sino que se ha convertido en una pauta cultural de la que se nutren las creencias de los pueblos.
En paralelo, unos y otros utilizan "democracia" como verbo, como un mero ídolo instrumental para legitimar la moralidad de la legalidad que se esgrime o la justicia de sus posiciones y aspiraciones respectivas. Esta práctica tan incoherente es uno de los efectos secundarios de la democracia liberal, siempre tan esforzada por encontrar un equilibrio constitucional que impida las desestabilizaciones, sean del signo que sean. Lo que quiero exponer con esta idea es que aunque nos han enseñado que la democracia es un ethos que incluye, entre otras cosas, la igualdad económica entre todos los ciudadanos (alcanzable, entre otros elementos, a través del acceso a una sanidad y una educación universales), lo cierto es que la concebimos como una despiadada competencia política entre grupos sociales organizados en partidos. Preguntémonos si tal competencia, que asumimos de buena fe que obligar a los actores a que se ocupen de los ideales absolutos, será capaz de engendrar, por ejemplo, tal igualdad económica a largo plazo.
La identificación de la democracia con la justicia no es simplemente una práctica ontológica defendida por la mayoría de los teóricos políticos, sino que se ha convertido en una pauta cultural de la que se nutren las creencias de los pueblos. Tal vez uno de los aspectos más reiterados de la transformación política en el mundo durante los últimos cincuenta años ha sido el derrocamiento de los regímenes autoritarios y su sustitución obligada por modelos democráticos. Así como el socialismo fue un movimiento poderoso en la primera mitad del siglo XX (en 1950, un tercio de los pueblos del mundo vivían bajo sistemas que se describían a sí mismos y prioritariamente como socialistas), quizás fuera un error que aquellos dirigentes identificaran tal socialismo exhaustivamente con "todas las cosas buenas". Del mismo modo, la democracia (como modelo hegemónico contemporáneo) parece caer en el mismo error cuando los propios demócratas creemos ciegamente en identificarla con todo lo mejor.
Si dejamos a un lado el ethos y ponemos el foco en recabar y entender los datos de la realidad, en cuál es el propósito de las instituciones que creamos y en cómo se desarrolla su funcionamiento, quizás podamos darnos cuenta de que los mecanismos para su revisión continuada son los que pueden llegar a correlacionar la práctica con los ideales.
El Suplemento que sugiero (entendido este como un intérprete legítimo de la realidad con la obligación de respetar la objetividad), para lograr que la Naturaleza (lo mejor de nosotros) coincida consigo misma, debe componerse de transformaciones reales dentro de los organismos y los artefactos que regulan la práctica social y política. Este argumento, si se traslada a la reproducción cultural, es tremendamente útil para impedir que nadie pueda manipular la razón y engañar, aunque por su propia naturaleza, la instauración inequívoca de este principio nos podría llevar a la otra orilla, y precipitar el abandono de posiciones utopistas en la sociedad.
Así que la coherencia obviamente tiene un precio, pero lo que sin duda hay que rechazar son las posiciones de aquellos que pretenden estar en los dos lados de la balanza, es decir, en la defensa de lo absoluto y universal al mismo tiempo que bien ocultan o procrastinan las posibilidades de reformar las instituciones, dificultando la igualdad, bien optan por violarlas ilegalmente por no servir a sus fines egoístas y particulares.

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